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Tercer domingo de adviento...

"Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios". Efesios 2:19

Estamos en el tercer domingo de adviento, a días de recordar el acontecimiento histórico que consternó y revolucionó al mundo para siempre: la encarnación de Dios hecho hombre en la persona de Jesús, el mesías y el enviado de Dios.

Uno de los propósitos por lo que Cristo Jesús dejó su gloria en los cielos y vino al mundo a hacerse hombre es para darle a la humanidad esperanza de vida y de vida eterna.

Esperanza de vida porque sin Dios, el hombre está por naturaleza, en una realidad de vacío existencial. Esto lo lleva a tratar de encontrar su identidad y el propósito de su existencia. Y esperanza de vida eterna, porque el desconocimiento del destino de su alma después de esta vida terrenal, lo inquieta y lo perturba.

A lo largo de la historia, tanto el propósito de su existencia como la idea de la eternidad, han sido preguntas que ha tratado de responderse de diferentes maneras y que lamentablemente, en muchas ocasiones, por buscar en lugares erróneos la respuesta a sus interrogantes; ha llegado no siempre a conclusiones esperanzadoras, certeras y precisas.

A la luz de la enseñanza de la Palabra de Dios, la Biblia, el hombre sin Dios está incompleto. Fuimos creados por él a su imagen y semejanza. Hay algo distintivo en nosotros, del resto de la creación que nos distingue. Esa distinción se ve expresada en ciertas semejanzas, ciertos toques especiales que no los ha tenido el resto de lo creado.

Las capacidades de sentir, de crear, de razonar, de meditar, de contemplar, entre tantas otras más; son atributos que Dios nos ha regalado y dotado para un propósito y un fin específico: estar en comunión y en una especial relación con él.

Lamentablemente, la libertad que Dios le dio al hombre para relacionarse en un ámbito de amor puro y genuino, se rompe en el momento en que el ser humano le da la espalda a Dios y decide vivir una vida a su manera, lejos de los principios y los propósitos que su creador ha tenido desde el principio para él.

Esa ruptura que la Biblia lo expresa como pecado, es lo que nos separa, nos aleja de Dios. La esencia de Dios es perfecta, sin mancha alguna. La santidad genuina de Dios no puede contaminarse con nada en su presencia; y es por eso que desde el momento en que entra el pecado a la humanidad esa relación se quiebra, se destruye.

Como bien lo expresa el apóstol Pablo a los hermanos de la iglesia de Éfeso, al aceptar la obra redentora de Cristo Jesús en la cruz del calvario, recibimos como fruto, como resultado, la reconciliación con Dios.

El término reconciliación significa volver a unir algo que se ha sido roto. Así como el pecado me separó de Dios, la obra sacrificial del Señor Jesús en el madero me une nuevamente a él, trayendo esa esperanza que se había perdido.

Y esa reconciliación se ve expresada en los términos prácticos que el apóstol expresa: ya no somos extraños, extranjeros; sino parte de una familia, con una identidad específica y una contención sobrenatural de parte de nuestro Padre celestial.

Lamentablemente, cuando levantamos nuestra mirada alrededor, nos damos cuenta rápidamente que muchos caminan a lo largo de esta vida tratando de buscar su propósito, sufriendo en sus propias vidas la lejanía de Dios.

Esa vida apartada de Dios y de sus propósitos eternos, lleva a que el hombre cargue con consecuencias graves y profundas por causa de su rebeldía, apatía y separación de su creador.

Al aceptar mi condición de pecador, la obra de Jesús alcanza mi vida y me da esa identidad en la que soy parte de la familia de Dios y coheredero con Cristo Jesús en su reinado eterno.

Fue la sangre que se derramó en la cruz del calvario la que quitó y limpió todos y cada uno de mis pecados que cometí delante de Dios.

Y es esa obra salvífica de Jesús, la que se transforma en el único camino, en la única alternativa en la cual el hombre puede Intimar con Dios en esa relación personal y familiar.

El alcance de la obra de Jesús además de darme esa identidad, me quita el velo que me cegaba y me muestra realmente quién soy, de dónde vengo, para que estoy, cuál es el propósito de mi existencia, y a dónde voy.

En un mundo en donde somos catalogados por el apellido, o por los bienes que tenemos, o por lo que podemos producir; ser parte de la familia de Dios nos posiciona en una esfera sobrenatural que traspasa los códigos en que el mismo se mueve.

¿Cuánto sentido tiene tu vida? ¿Has podido encontrar el propósito de tu existencia? ¿Conoces con seguridad cuál es el destino de tu alma después de esta vida? ¿Estás preparado para el reencuentro con tu creador el día del juicio final?

Si todavía no puedes responder estas preguntas con seguridad y en paz, es porque quizás muchos de estos temas no están resueltos en tu vida.

Qué mejor que en este tiempo especial de la navidad, puedas abrirle tu corazón para que Cristo Jesús nazca en ti y traiga ese perdón, esa esperanza eterna y ese sentido de pertenencia a la familia celestial.

Basta solo con reconocer tu condición delante de Dios, diciéndole:

Sí Señor, hoy quiero dejar que entres a mi vida y que comiences a ordenar todo el desorden que he hecho al hacer las cosas a mi manera.

Gracias porque tú me amaste de tal manera que viniste a este mundo a morir por mí y para que en esa entrega yo pueda recibir esa vida eterna que tu me ofreces.

Gracias porque tú cambiaste el destino de mi eternidad y me ofreces una vida abundante y victoriosa. ¡Amén!.

Si ésta ha sido tu oración, podés estar con plena certeza de que Dios ha puesto su sello en tí y desde este momento, tu nombre está inscripto en el libro de la vida.

Que en esta navidad, como hijos de Dios redimidos por la obra redentora en la persona de Jesucristo, busquemos caminos para compartir de este amor a aquellos que todavía caminan solos y sin esperanza.

En el amor de Cristo Jesús, nuestro amado Salvador y Señor personal.

Rev. Daniel A. Cali

Pastor


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